Qué pereza enamorarse como antes. Con la mirada puesta en las grandilocuencias: los músculos, los discursos, las demostraciones. A mí últimamente es lo minúsculo lo que me cautiva. Me hipnotiza y me da felicidad.
Por ejemplo. Me cuelgo mucho, hace un tiempo, en cómo la luz se queda en tu pelo y forma pliegues, caminos, campos sembrados. O en tu sonrisa de perfil que marca tu labio impúdico.
Otras veces, las sutilezas son el amor que va por dentro. Por ejemplo. Cuando el día ha sido duro y alguna amenaza ha conseguido traspasar mi pecho, y mi interior es un pueblo arrasado, un incendio, niños desnutridos, todos mis soldados vencidos. Entonces tú, en silencio, lees en la letra pequeña mi derrota, esa catástrofe del día: ves el fuego, las bajas, el hambre, y con dos palabras buscas la reconstrucción.
Dos palabras. Siempre las mismas.
—Cuéntamelo todo.
Y entonces yo, con cada letra, en cada frase, voy reconociendo poco a poco mis calles, reparando zonas, restaurando mi dignidad. Y tú sonríes, sin hablar, y me dices que sí con la cabeza. Y así me salvas una, dos, tres, quinientas noches, cuando los retos me quedan grandes como un abrigo con tres tallas de más.
Un día, ¿te había contado?, una psicóloga que visitaba hace años, Teresa, me explicó (con esa voz cálida de una mamá gallina) que cuando su marido murió y ella se quedó sola con un niño chico, su primo tocaba la puerta de su casa cada tarde, al salir de su oficina. El encuentro era poca cosa, un café, un ¿cómo te ha ido?, un beso al pequeño. Pero esas visitas diarias –dice Teresa- la salvaron.
Un primo. Un amigo. El terapeuta. Tu madre. Un masajista. Una hermana. El vecino.
Alguien que, en cualquier momento, percibe un matiz torcido en ti y dice “cuéntamelo todo”. Y entonces todo brilla: las ventanas, el sol en tu pelo, y tu luz renaciendo la mía.