Cuando viví en Tierra del Fuego, un día que hacía mucho frío, la novia de un amigo me dijo: “Yo soy profesora de yoga, ¿por qué no vienes a probar una clase?”. Yo debía tener cara de hielo o de desencaje, no sé. La cuestión es que fui, respiré y me estiré.
Recuerdo la madera vieja del lugar y cómo el viento tirano hacía temblar el ventanal de la sala. A través del cristal se veía el Mar Argentino, azul petróleo, contundente como una puñalada. Pero lo que más recuerdo de aquel día es la sensación de volver a mí. Después de una hora y media de clase me sentía tan liviana que, de verdad, ni me lo creía. Nunca hubiera pensado que esa sugerencia me traería tanta paz (ni aquella tarde, ni todas las tardes de yoga que vinieron después).
Qué hay detrás
Por eso siempre que ahora alguien me hace la pregunta “¿no quieres probar…?”, yo no me puedo resistir. Hay veces que la cosa sale bien (el yoga, la salsa, el clown) y otras que no tanto (¿cómo se puede ser tan torpe bailando contact?). Pero lo único que siento en ese momento es que, si no lo intento, nunca sabré si detrás de esa opción había un tesoro o una puerta estéril.
Y yo, con esa espinita, no me quiero morir.
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