Hay algo de la adolescencia que no se pierde nunca. Son esas ganas de cambiarlo todo, esa llamita interna que quiere expandirse y quemar el mundo. Por más derrotas que se acumulen en el pecho, hay una rebeldía que no muere.
Hace años mi rebeldía se sostenía en el no. La falda del uniforme era demasiado corta, los portazos al salir de casa muy escandalosos y pura satisfacción los eructos tras un buen trago de cerveza. Todo era parte de un alzamiento en contra de lo que me rodeaba -que era, a la vez, todo lo que me contenía.
Aprendí, supongo, en algún lugar, a ser la Bart Simpson del último asiento del bus. A ser una miniatura de Jimmy Hendrix en versión soft (reventaba una guitarra mentalmente cada vez que bebía de más, que peleaba con alguien de más). Era, yo, un movimiento armado a pequeña escala, sin saberlo, porque en mi cabeza siempre luchaba contra el cacique, contra la injusticia; todos mis guerrilleros apuntando a las curvas de una Coca Cola.
No, las monjas. No, mis padres. No, los políticos, el capitalismo, el sistema. Mil veces no.
Muerte al fuego
Y entonces un día me cansé. Fue sin una razón aparente: como cuando Forrest Gump, de repente, decidió dejar de correr y dijo “ahora me voy a casa”.
Ese día, sentada en un bordillo, imaginé toda mi energía como lava viva, ardiente, hermosa, yendo a morir año tras año en el pozo sin fondo del no. Una muerte gris para el fuego.
Me sentía cansada de pelear, de ser la nota discordante para provocar, de encarnar al hijo adolescente que solo tiene recursos para escupir. Siempre igual: la saliva del desprecio como un perdigón dirigido a la sien de la sociedad.
¿Eso es todo?— me pregunté, al aire, un poco desilusionada.
Para cerrar el círculo que iniciaron otros, ya nos toca dar vida a aquello que anhelamos
Y, como una casualidad, empecé a conocer a personas que circulaban en la misma dirección. Gente rebelde, quiero decir, insolente, inconformista. Pero que invertía su fiebre revolucionaria en mirar hacia adelante: su llamita no servía para quemar lo antiguo, sino para iluminar la nueva ruta. Fabricaban muy poco a poco, el mundo donde querían vivir.
A lo mejor, para experimentar la rebeldía al completo, para cerrar el círculo que iniciaron otros, ya nos toca –en esta generación- dar vida a aquello que anhelamos. Me refiero que ya está bien de quejarse y que ya llegó el momento de construir nuestra propia versión del asunto, ¿no?
Y cuando estoy en esas me pregunto: ¿Estamos listos para asumir la adultez? Quizás nos cueste al principio. Tan acostumbrados como estamos a romperlo todo, a atrincherarnos como Peter Panes en el no, miedosos de salir al mundo sin la bandera negra de la guerra.
Ojalá que la rebeldía no se convierta en una excusa, en la cantinela facilona tras la que nos escondemos para tapar nuestro pánico a crecer. Que honremos nuestro ímpetu adolescente para arrasar con todo y, sobre las brasas, levantar con las manos todo lo que soñamos.