—¿Te has fijado que siempre tienes una preocupación en mente?
La frase que me dijo David me cayó como un bombazo. Me dio vergüenza verme reconocida al instante, pero esa misma vergüenza me impulsó a investigar: ¿De dónde viene y cómo funciona la preocupación? ¿Cómo podemos esquivarla? ¿Qué estudios existen y cuáles son las últimas propuestas? Y al final de la indagación hubo premio: descubrí que el cerebro es un laberinto del que, por suerte, podemos salir a través de un circuito salvador (Gracias Borkovec, Covey y Carlson).
Pero vayamos al inicio de esta historia de descubrimiento. Todo empezó hace unos cinco años, cuando David, el amigo de una amiga, estuvo en casa pasando unos días mientras encontraba un piso de alquiler. Durante su estancia, solíamos encontrarnos en la cocina al acabar el día para repasar qué tal había ido la jornada. Nos contábamos, nos desahogábamos y nos dábamos ánimos. Todo bastante previsible hasta que un día David (David, a quien casi no conocía; David, un mocoso veinteañero) soltaría la frase lapidaria que flagelaría mi corazón.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Ya sabes, el sol que entra por la ventana, el mantel de flores, la temperatura perfecta. Y David de pie, que de repente y sin apenas pestañear, apreta suavemente el botón asesino: “¿Te has fijado que siempre tienes una preocupación en mente?”. Boom. Mi reacción fue inclinar la cabeza y abrir mucho los ojos. “Enlazas un tema con el otro y siempre andas preocupada”, remató, como si no hubiera quedado claro.
Yo, en el espejo de la preocupación
Tras el cuchillazo, lo peor es que me reconocí. Me preocupaba por mi futuro laboral, por la gravedad en mis carnes, por llegar a fin de mes, por mi miopía galopante, por la relación con mi prima, por mi vecino ruidoso, por las vacaciones, por la salud de mi madre, porque se me caía mucho el pelo. Y así. El mocoso veinteañero tenía toda la razón.
Así que me puse a indagar. “A ver, esto de la preocupación, ¿qué es?”.
Lo primero que hice fue buscar en el diccionario. Preocupación. Estado de desasosiego, inquietud o temor producido ante una situación difícil o un problema. “Está muy bien”, me dije, “pero no puede ser que tenga el mismo malestar si no encontré aún zapatos para la boda de mi amiga, que si mi abuelo está grave en el hospital”. No, no, no.
Borkovec: las tres sendas de la preocupación
La confusión se fue aclarando gracias al psicólogo John Borkovec, que indica los tres caminos que toma la preocupación:
a. Pensar de forma recurrente
El azote clásico es el pensamiento insistente y negativo (lástima: no nos aferramos con tanto ahínco a lo positivo). Por ejemplo: “Le caí mal”, “no me va a dar tiempo”, “al final me van a echar”.
b. Evitar los resultados negativos
La obsesión llega porque hay una situación que no queremos que ocurra por nada del mundo. “No quiero suspender”, “no quiero que se enfade”, “no quiero quedarme sin trabajo”.
¿Por qué tanto terror? En nuestra cabeza no nos damos permiso para ese fracaso, porque pensamos que será el inicio de una concatenación de desgracias que nos llevará a estados extremos. Siguiendo el ejemplo: “no quiero que me echen, porque entonces me quedaré sin dinero, estaré insoportable y mi relación de pareja no lo va a sostener. Me quedaré pobre y sola”. Es la bola de nieve en su máxima expresión (con taquicardia incluida).
c. Inhibir las emociones
Es decir, cuando te haces el despistado con un problema a resolver, te empeñas en “esconder” la preocupación, pero tu cuerpo se encarga de acumular toda la tensión. Tu cabeza se hace la sueca y tu cuerpo anda más duro que un palo.
Liberarse de la preocupación: las claves
Uno de los experimentos realizados sobre la preocupación demostró que el mindfulness o la meditación son herramientas eficaces porque ayudan a llevar a la mente hacia otro lugar. Es simple: te permiten distraer conscientemente la atención. Si estás clavado en el “qué será de mí” puedes deslizar tus neuronas con facilidad hasta el “qué receta se me ocurre para la comida de hoy” o, en el mejor de los casos, hasta el silencio.
También te puedes ayudar de recursos externos: fíjate en las modas que surgen para “apagar el cerebro”, como aquellos acuarios gigantes donde hipnotizarse mirando peces o los libros de colorear para adultos.
Pero, ojo, no todo el monte es orégano. Esta evasión es un remedio momentáneo, una tirita de primeros auxilios. Lo ideal, dicen los expertos, es plantarle cara al problema (y el experto Kerkhof dirá luego cómo).
“Preocuparse es como una adicción. Necesitas tiempo para enseñarte a deshacerte de ella
Ad Kerkhof, psicólogo de la Universidad Vrije en Ámsterdam, e investigador del fenómeno hace tres décadas
Al tormento, hay que mirarlo a los ojos y cogerlo por los cuernos, siempre y cuando se trate de aspectos y circunstancias sobre los que tenemos influencia y podemos modificar. Steve Covey, en su libro Los siete hábitos de la gente altamente efectiva, lo llama “círculo de influencia” y son todas esas cosas que sí podemos cambiar (voy al oftalmólogo para frenar la miopía, busco otro trabajo para completar mis ingresos, me apunto al gimnasio para delimitar bien mis bien mis contornos de mujer madura).
En el otro extremo Convey distingue el “círculo de preocupación”, que engloba a todos aquellos aspectos que no dependen de nosotros, como por ejemplo la crisis económica o el índice de paro.
Después de leer esta distinción, me interesé: ¿en qué tipo de preocupación invierto la mayor parte de mi tiempo y mi energía? ¿en las cuestiones de mi círculo de influencia o de mi círculo de preocupación? Y caí en la cuenta de mi naufragio con el recuerdo de David: “Enlazas un tema con el otro y siempre andas preocupada”. Más tarde, el psicólogo Richard Carlson me rescataría del hundimiento con una pregunta que me partiría en dos.
El circuito salvador
Tres pasos para alejarse de la preocupación:
1. La pregunta clave
Hace un tiempo entrevisté al autor Sergi Torres, y el momento álgido del encuentro fue cuando escuché: “Los seres humanos somos felices pero no nos damos cuenta”. Nuestra mente está tan abocada al pasado y al futuro que, sencillamente, decía Torres, no nos percatamos de que nuestro presente discurre con total normalidad.
Pensé en ello al dar con la propuesta del psicólogo Richard Carlson en el libro No te ahogues en un vaso de agua. Cuando la encontré, cerré los ojos, di dos respiraciones profundas y me concentré en mi cuerpo. Cuando estuve focalizada totalmente en mí, entonces me hice la gran pregunta: ¿ESTOY BIEN AHORA? Es decir, ¿alguien te está incordiando?, ¿tienes algún dolor o molestia en este preciso momento?, ¿estás incómoda, Ana Claudia?
Si te animas a hacerlo y la respuesta a todo es no, ¡good news! Tu preocupación ahora mismo es virtual: está solo en tu mente. Y la batería que la alimenta son tus recuerdos del pasado o tus pensamientos proyectados a futuro.
Y aunque la teoría nos la sabemos, cuando caí en la cuenta en que ahora-estaba-bien fue curioso notar que de inmediato sentía un gran alivio y que mi cuerpo se relajaba.
Si esa pregunta no es suficiente para ti, puedes continuar con esta otra: “¿esto que me preocupa es realmente importante?”. Para dimensionar mejor lo que te ocurre, vuelve a interrogarte: ¿de aquí a un año esto seguirá siendo tan importante? ¡Ah, estas preguntas no fallan! Comprobarás que con la distancia somos mejores evaluadores.
2. Lo peor
¿Y luego, qué va a pasar? Eso me preguntaba yo hacía muchos años, cuando quería dejar mi trabajo fijo y no me atrevía. La preocupación por el futuro no me dejaba en paz. “Quizás me quedo sin dinero, no me contrata nadie… me sale mal”. Y entonces decidí seguir tirando del hilo del razonamiento y ver qué ocurría. Me hice la segunda pregunta clave: ¿qué es lo peor que te puede pasar?
Por entonces, lo peor consistía en tener que volver a vivir con mis padres, yo y mis bolsillos pelados. O, un paso más, que mis padres me echaran de casa por cualquier motivo. Y barajando escenarios tétricos me di cuenta de que la última ficha de ese efecto dominó imaginario era la muerte. Es el punto final de cualquier drama moment: la preocupación hace tope allí.
¿Me fui demasiado lejos? Creo que sí.
Pero escucha esto: mucho antes de llegar al cementerio ocurre algo genial. Cuando imaginas escenarios fatalistas, encuentras de repente una gran fuerza para hacerles frente. Es una certeza que surge del interior y que dice: “no es para tanto, de esa situación también podrías salir”. Cuando hablas con los monstruos de frente, es así. La autoconfianza se pone de pie, reconoce tus capacidades y tus recursos y, ante el reto, lanza una carcajada feliz.
3. Ahora no
La preocupación va envenenada, y no solo porque trae mucho malestar, sino porque sus efectos te merman la capacidad de responder a los únicos problemas que sí puedes atender: los del presente.
Entiéndeme: ¿qué ocurre si estoy todo el tiempo inquieta con la cabeza como una olla de grillos? Absorbida por mis pensamientos negativos, cae en picado mi eficiencia cognitiva, mi flexibilidad o mi capacidad para empatizar con el otro. “Afecta a la productividad laboral y a las relaciones personales”, dice Graham Davey, profesor de psicología de la Universidad de Sussex, Reino Unido.
La clave es tener la confianza en que en el futuro (en tu presente del futuro) tendrás todos los recursos necesarios para hacer frente a lo que se te ponga por delante.
La preocupación no quita los problemas de mañana, te quita fuerza para los problemas de hoy
Otro experto es el psicólogo clínico Ad Kerkhof, de la Universidad Vrije de Ámsterdam, y lleva más de 30 años investigando este fenómeno. Kerkhof recomienda delimitar un tiempo determinado para manejar las preocupaciones: En concreto, dos períodos de 15 minutos al día, uno por la mañana y otro por la tarde, y nunca en lugares de descanso como la cama o el sofá. “Debes dedicar únicamente ese tiempo a preocuparte. De esa manera estableces una misión y después puedes desconectar hasta el próximo tiempo de preocupación”, dice el psicólogo.
Y si la preocupación insiste, hay que repetirle: “Ahora, no. No es el momento de preocuparse”.